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Entre cuerpos que se rozan y no se encuentran, algo insiste. El cine queer ilumina ese hilo común que une lo íntimo y lo político, lo vulnerable y lo posible. Más que un género o una etiqueta, propone otra gramática: desear como forma de mirar, narrar y existir.

Por Camila González Revoredo para Estudio Silver

 

En un tren en hora pico hay poco espacio y mucho estímulo: el movimiento del vagón sobre las vías, el sol que deja ver el polvo. Codo con espalda, rodilla con pierna, cara con hombro, pisotones, ceños apretados y distendidos. Cantos de vendedores ambulantes, murmullos cercanos y lejanos, palabras sueltas que se acercan, se alejan y se superponen en la monotonía de lo cotidiano. Dos personas de mediana edad en el primer asiento se ignoran. Son pareja. Quien ocupa la ventanilla aprieta los dientes; quien está en el pasillo encorva la espalda. La primera regala una mirada de desprecio, contestada con un resoplido profundo que intenta disimular una pesada culpa. Entre ambas existe una historia compartida, como en cada ser que habita ese vagón, un lazo invisible que une y separa al mismo tiempo.

Lo que sucede ahí adentro no es distinto a lo que pasa en cualquier otro espacio: cuerpos que se rozan sin encontrarse. Estímulos cruzados que pelean por atención. Tensiones y vínculos que conviven. Y, sin embargo, toda esa humanidad encierra algo común, un pulso invisible. Eso que compartimos, lo sepamos o no, lo nombremos o no: el deseo. 

El deseo puede pensarse de muchas formas. Múltiple, cambiante, atravesado por clase, etnia, género o colonialismo. Como una potencia creativa capaz de abrir nuevos modos de vida, pero también como una fuerza que puede ser capturada: por el mercado, por el consumo de cuerpos, por la romantización normativa o por la violencia simbólica y material que nos configura. Ante eso, es vital encontrar lugares que lo sostengan y lo hagan visible. Lugares donde los deseos que la norma borra puedan habitarse, mirarse, compartirse. Lugares que vuelvan al deseo una experiencia común, expansiva, real. Ahí está el cine queer.

Aunque en la cultura popular “queer” suele usarse como sinónimo de LGBT, la noción es más amplia: propone un modo de pensar y vivir que se aparta de lo normativo, que interroga los límites del binario y cuestiona las identidades fijas. Es correr el eje de cómo se narran los afectos y se configuran los vínculos. 

Estas tensiones —entre lo íntimo y lo político, entre la potencia del deseo y su represión— encuentran en el cine queer un terreno privilegiado para hacerse visibles. 

Dos películas latinoamericanas, separadas por más de cuatro décadas, lo encarnan con fuerza: Tengo miedo, torero y El lugar sin límites.

Tengo miedo, torero y El lugar sin límites

En Tengo miedo, torero (2020), dirigida por Rodrigo Sepúlveda y basada en la novela homónima de Pedro Lemebel, la protagonista, la Loca del Frente, habita la marginalidad, la pobreza y la soledad, pero insiste en desear. Su amor por un joven militante la ubica en la intersección entre lo íntimo y lo político, entre la ternura y la violencia de la dictadura. El filme no la reduce a caricatura ni a víctima, sino que la muestra en toda su complejidad: frágil, valiente y enamorada.

Su pariente distante en la historia del cine latinoamericano es El lugar sin límites (1977), de Arturo Ripstein, basada en la novela del chileno José Donoso. Allí, la Manuela, travesti dueña del prostíbulo del pueblo, sobrevive entre la hostilidad de los hombres y la burla que despierta su identidad. Encuentra en el deseo y en el espectáculo una manera de afirmarse frente a un entorno que la niega. Ambas figuras, la Loca del Frente y la Manuela, encarnan tensiones similares: la contradicción entre fragilidad y fuerza, entre vulnerabilidad y desafío.

Advertencia de spoilers: el análisis de las siguientes escenas revela los finales de ambas películas (Tengo miedo, torero, disponible en Amazon Prime; El lugar sin límites, en arcoiris.tv).

El desenlace de cada historia revela también los límites y alcances de ese deseo.  En El lugar sin límites, la Manuela muere brutalmente a manos del hombre que la había deseado y despreciado, un final que revela la imposibilidad de sostener su diferencia dentro de un orden social que la condena. En cambio, en Tengo miedo, torero, la Loca del Frente sobrevive. No logra retener a su amor, pero permanece, digna y persistente en su deseo, como si su mera continuidad fuera una forma de triunfo. 

La comparación muestra cómo, en distintos contextos históricos y cinematográficos, estas figuras travestis condensan tanto la vulnerabilidad de quienes habitan los márgenes como la potencia vital de quienes insisten en vivir y desear.

         Fin de los spoilers. 

El cine queer no es solo un género o una etiqueta, sino un gesto político y estético que necesitamos cultivar y acompañar.  Para seguir imaginando. Para oponerse al mercado que captura cuerpos, a la norma que reprime afectos, a la violencia que clausura existencias.

Para insistir en que hay otras formas de amar, de narrar, de vivir.

No basta con mirar estas películas en la intimidad de una pantalla: urge buscarlas, celebrarlas colectivamente, discutirlas y sostener sus imágenes. 

Participar en festivales de cine se vuelve un acto político cuando se trata de espacios que apuestan por estas miradas. Estos lugares no sólo amplifican voces ocultadas, sino que nos permiten reconocernos como parte de una comunidad deseante, múltiple, expansiva. 

El cine queer no solo muestra otras formas de amar, narrar y vivir: nos recuerda que insistir en el deseo es un acto político de resistencia y de futuro.