En tiempos donde la tristeza se infiltra y desborda en lo cotidiano, ir al cine —y más aún, encontrarse en un festival de cine independiente— se vuelve un gesto político, poético y, sobre todo, humano. Compartimos esta crónica de Camila González Revoredo para Estudio Silver: una mirada íntima sobre el BAFICI 2025 y lo que se enciende cuando la pantalla ilumina la oscuridad de la sala.
Le pregunté a una amiga si veía lo mismo que yo: la gente triste en la calle. No la melancolía típica argentina, ese pasar tanguero, ese cantar por un pasado glorioso que nadie recuerda, sino la angustia que no deja levantar los pies del suelo. Mi amiga intentó explicarlo diciendo que la nación estaba siendo asediada por un fenómeno astrológico, pero no me convenció. Entonces culpó a las hojas marrones, a la temporada de alergias… se desquitó con todo lo que podría ser molesto del otoño. Como tampoco ese argumento hizo efecto, sacó el ancho de espadas: me recordó que somos campeonas del mundo, me cebó un mate y, así, por un momento, la tristeza que percibía desde el balcón siguió de largo.
En Argentina, un solo empleo hoy no alcanza para cubrir las necesidades básicas. Hay personas mayores que, habiendo trabajado toda su vida, salen a manifestarse una vez por semana porque no pueden hacer más de una comida al día ni comprar medicamentos. Quienes todavía formamos parte del mercado laboral corremos detrás de las changas como intentando llenar un balde con un colador. Nos autoexprimimos hasta el cansancio con la esperanza de algún día alcanzar la comodidad que buscamos. Algunos estudiamos, nos esforzamos por sostener la ilusión de una vida más próspera. Nos miramos al espejo buscando estar a la altura. Cuidamos la casa, limpiamos el caos. Admiramos a quienes tienen la grandeza de atreverse a criar, a cuidar, a contener. Vivimos con el cuerpo fragmentado, en un desborde cotidiano, donde es casi un lujo tener espacio para encontrarnos. En este momento, vendría bien un abrazo.
Vivimos en una sociedad girada a la derecha, donde hasta los vínculos se ven afectados y se viven como un activo. “Rodéate de quien te sume”, dicen las redes. Esa manera mercantil de estar con el otro no es natural; es ideológica. Los seres humanos transformados en una especie de adorno o trofeo que otros llevan o desechan según un “valor” que se mide en posesiones materiales o posición social. Esto crea relaciones superficiales, efímeras, descartables, como botellas de plástico que, tras una corta vida útil, pasan a ser basura.
La pandemia por COVID-19 nos enseñó que carecer de redes de apoyo social incrementa los costos asociados a la salud mental. Recordemos la tristeza de no poder estar cerca. Dan más ganas todavía de abrazarse. El individualismo no solo es perjudicial para la salud, sino que también nos priva de la posibilidad de crecimiento colectivo. Los grandes avances en la ciencia, la cultura, la política y las artes han surgido de ese esfuerzo compartido.
Entonces, ¿qué hacemos con todo esto? Encontrarnos, aunque el día a día atente contra esa posibilidad. ¿Dónde? Mi lugar favorito, ideal para las citas, los aniversarios, el entretenimiento de las infancias, y donde nunca se olvida la primera vez que se visita: el cine.
Sí, sacar entradas para ir a un cine comercial también es un privilegio, pero por suerte hay alternativas accesibles: los festivales de cine, por ejemplo.
En abril se celebró el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI), al que tuve la suerte de asistir. Fui a ver un documental. En el ascensor de la Lugones, sobre la emblemática calle Corrientes, les pregunté a mis amigos en qué sala daban otra película que me interesaba. No me supieron responder, pero la voz de una desconocida con una tote bag de MUBI resolvió mi duda. Le agradecí, me sonrió. Nos caímos bien. Entré a la sala, miré a mi alrededor y reconocí muchos de los rostros. Es algo común en este ambiente: somos quienes solemos ir a varias funciones y terminamos reconociéndonos. Empezó la película. Escuché una risa familiar. Me di cuenta de que era una amiga que estaba cerca. Me dio felicidad: la alegría de alguien que querés siempre se contagia.
Otro día llegué tarde y no pude entrar a la función porque estaba completa. Con un poco de rabia, pero a la vez contenta de que no quedara ni una sola butaca libre para ver cine argentino, caminé de espaldas al Obelisco. Estaba segura de que el BAFICI me iba a dar una segunda oportunidad de aprovechar la tarde, y así fue. Encontré una charla gratuita con profesionales que dieron cátedra sobre la evolución de la taquilla nacional en los últimos años. Se discutía sobre los gustos del público, la influencia del streaming y las posibles estrategias para reforzar la conexión con las audiencias. Otro tesoro.
La noche siguiente fui a la proyección del documental de una amiga sobre un hecho traumático que marcó su vida. Qué grande es el orgullo de ver a alguien que adorás cumplir un sueño y, al mismo tiempo, cerrar un duelo que le permitió transformar y crear nada menos que un film. Al terminar, el público, emocionado, tuvo espacio para consultar sobre el proceso de producción y sus planes futuros. Me generó sensaciones encontradas. Si bien es hermoso el diálogo que se genera, alguien le hizo una pregunta muy personal y, como es sencillo empatizar con un ser querido, me ofendió por demás la inquietud de la desconocida. Incluso dije en voz alta que me parecía innecesaria. Pero la directora respondió con una sonrisa. Ahí sentí la contradicción: el intercambio es valioso, pero quienes crean una obra artística se exponen dos veces: primero al compartirla y luego al tener que explicar sus procesos frente a otras personas en una situación de asimetría. Al terminar, se armó un grupo para seguir conversando con bebidas mediante. Esa gran salida terminó a la madrugada, después de charlas sobre las historias que vimos en el festival, pequeñas anécdotas y grandes momentos de nuestras vidas. Fue como un abrazo entre amigos, pero también entre desconocidos.
Pienso en lo difícil que es construir un gran proyecto como una película, sostenerlo, defenderlo en el contexto actual del cine argentino. Hace poco se publicó el Informe del Espacio Audiovisual Nacional (EAN), conformado por asociaciones, sociedades y colectivos de la industria, sobre el primer año de la nueva conducción del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA). A lo largo del 2024 y en lo que va del 2025, Carlos Pirovano se convirtió en el único presidente del INCAA con el récord histórico de cero películas argentinas aprobadas durante su gestión. Este hecho no genera indignación general. ¿Cómo podríamos tener esa empatía si apenas tenemos tiempo de subsistir? Qué diferente sería compartir este peso: abrazar las causas que nos parecen injustas; preguntarnos por qué se toman medidas que destruyen el patrimonio; cuestionar a quién beneficia que una industria que da trabajo a tantas familias esté rota. ¿Quién gana con que nos sintamos solos, aislados, entristecidos?
Los festivales como el BAFICI son lugares de encuentro y refugio para quienes vivimos de esto. Un paréntesis de la vida cotidiana, como unas vacaciones donde todo se vive más intensamente. En los últimos festivales y también en mercados como Ventana Sur conocí personas espectaculares, dispuestas a compartir una charla, una comida, unos mates, o una reflexión como esta. Personas con las que conviví apenas unos días, pero que siento que conozco hace años. Es que el lazo en común de ser amantes del cine hace que la intimidad esté a la orden del día. Anhelo que Ventana Sur vuelva a celebrarse en la Argentina. Y también que se sigan formando vínculos fuertes, sinceros, donde prime el abrazo. Que nos sigamos encontrando en el cine.
Camila González Revoredo para Estudio Silver