Dos películas con nombre de mujer, Anora y Emilia Pérez, revelan el modo en que premia la industria. Una es una búsqueda, la otra un manual de corrección política. Mientras el discurso de la diversidad se vuelve una estrategia, el cine latinoamericano observa sin condescendencia y cuenta sin pedir permiso.
En esta nueva entrega de los Premios Óscars, la gran polémica giró en torno a Emilia Pérez. La crítica más benevolente sostiene que la película aborda la aceptación de la propia identidad, ya que el personaje de Karla Sofía Gascón se somete a una cirugía de afirmación de género mientras deja atrás su vida criminal para convertirse en un ejemplo a seguir. Sin embargo, este enfoque resulta oportunista: aunque el tema es bien visto en la actualidad, el film no tiene un verdadero interés en explorarlo. Al mismo tiempo, trata el narcotráfico y la desaparición de personas sin profundidad ni sensibilidad y los reduce a simples estereotipos.
No nos vamos a detener en los viejos tuits racistas de la protagonista porque ya fueron repudiados y se dijo todo lo que podía decirse. En cambio, pondremos la mirada en el director francés y responsable de este alboroto: Jacques Audiard. Porque, como decía el gran director ruso Andréi Tarkovski, el director es responsable de todo lo que sucede en la película, desde la interpretación de los actores hasta la más mínima decisión. Para entender a Audiard, nos situamos en la entrevista que se hizo viral, donde declaró: «El español es una lengua de países emergentes, una lengua de países modestos, de pobres y de migrantes». Luego pidió disculpas, pero sus palabras dejaron en evidencia su visión del mundo. Esto explica por qué hizo un film en «español» que, irónicamente, requiere subtítulos para que los hispanohablantes la entendamos. Más que desarrollarse en México, parece transcurrir en una ciudad imaginaria donde se habla un dialecto extraño. Podría haber sido más acertada si hubiera asumido esta peculiaridad y estuviera ambientada en algún lugar cercano a Ciudad Gótica o en las inmediaciones de Aquilea, la ciudad ficticia que Borges y Bioy Casares crearon para Invasión, la película de Hugo Santiago.
La corrección política tomó un rol protagónico en los premios en los últimos años, y muchas de las decisiones parecen motivadas por discursos bien vistos antes que por elevar la calidad cinematográfica. Emilia Pérez es el ejemplo perfecto de esta tendencia. Este es el problema de la corrección política mal entendida: en lugar de enriquecer la narrativa o generar un impacto genuino, convierte los temas en un ítem mercantilizable y hecho para ganar aprobación. El discurso de la diversidad parece más una estrategia que una verdadera preocupación por las historias y los personajes, y el resultado es simplemente bizarro.
Cónclave de Edward Berger comete el mismo pecado. Allí, se intenta una y otra vez mostrar el lado progresista de la Iglesia, forzando el final con la elección de un papa latinoamericano e intersexual, cuya designación llega después de un largo discurso motivacional alineado con esta visión superficial. Hay que admitir que, al menos, Carlos Diehz, el actor que lo interpreta, es mexicano, por lo que no tiene problemas a la hora de expresarse, y se agradece que su lenguaje sea claro y comprensible.
Por último, y más allá de la dudosa ética y los cuestionables valores de quienes llevaron adelante Emilia Perez, es un musical donde la música no solo no aporta nada, sino que es sencillamente espantosa. El robo más nefasto de la noche fue coronar a El mal como mejor canción por encima de artistas como Abraham Alexander y Adrian Quesada (con Like a Bird, de Sing Sing), Diane Warren (por The Journey, de The Six Triple Eight) y Elton John junto a Brandi Carlile, Andrew Watt y Bernie Taupin (por Never Too Late).
El cine independiente todavía cuenta sin pedir permiso
Ocupémonos de la representante del cine independiente Anora, dirigida por Sean Baker, que se llevó nada más ni nada menos que: mejor guión original, mejor dirección, mejor montaje y mejor película. Su joven protagonista, Mikey Madison, además, se llevó el galardón a mejor actriz. Mi favorita era Demi Moore y su actuación en La Sustancia, pero Mikey hizo un gran trabajo. Ella, además, contó que Sean Baker le hizo llegar un Blu-ray y le envió películas de explotación sexual, tomó clases de Pole Dance, fue a clubs nocturnos con sus amigas e hizo consultorías con trabajadoras de la noche. Eso da una pauta de la seriedad de su trabajo, además de su talento que está a la vista.
Como Hitchcock, donde el miedo a la prisión recorre su filmografía como una sombra persistente – lo podemos ver en The 39 Steps (1935), Young and Innocent (1937), Stage Fright (1950), I Confess (1953) y North by Northwest (1959), entre otras -, Sean Baker también construye su universo a partir de una obsesión: la exclusión. No son fugitivos los que huyen en sus películas, sino personas atrapadas en una realidad que los margina. Sus personajes no tienen que demostrar su inocencia, pero sí su humanidad dentro de un sistema que los empuja a los márgenes. Tangerine (2015) y The Florida Project (2017) miran de frente la precariedad, pero sin condescendencia, con una energía cruda y una puesta en escena que mezcla naturalismo y estilización. Es un gran ejemplo de cómo las obsesiones personales de un director pueden impregnar su obra.
La crítica que cuestionó Anora ataca dos frentes: primero, la prostitución está romatizada. Es verdad que los clientes de Ani en general la tratan bien, que su jefe es más ridículo que atemorizante y eso es fantasioso. Creo que la película no busca ser cruda, pero tampoco muestra la actividad como algo aspiracional o liberador, sino como una forma de sobrevivir. El segundo foco es que la película no está del lado de las minorías sino que su postura es fingida. Elijo creer que no. Elijo creer que a Baker le interesa la marginalidad. Elijo creer por una razón: la película habla de la superficialidad y la desconexión entre personas, de una mujer que trabaja como prostituta por necesidad de supervivencia y, cuya identidad está atada al éxito, entendido como triunfo económico. Esto no es ajeno a Hollywood, en el fondo, es su propia sustancia. Son temas que resuenan en su cultura, en su mitología. La promesa de la redención a través del dinero, del esfuerzo convertido en ascenso social, del sacrificio personal como garantía de un futuro mejor, todo eso está ahí. Dice más sobre el mundo que retrata de lo que muchos quisieran admitir. La exclusión, la precariedad y la lucha por el éxito no son accesorios; son el tejido mismo de la historia. La diferencia entre Anora y Emilia Perez es que una es seriamente una búsqueda y la otra es un manual de corrección política.
La corrección política como forma sutil de censura
La corrección política cambia según la época. Lo que ayer era políticamente correcto hoy no lo es. Lo que es hoy mañana no lo será. Žižek, filósofo, psicoanalista y crítico cultural esloveno, argumenta que la corrección política es la forma más peligrosa de totalitarismo porque, en lugar de imponer órdenes directas, ejerce un control más sutil y opresivo. Explica esto con una analogía: hay dos tipos de padre, uno autoritario que ordena a su hijo visitar a su abuela, y otro «posmoderno» que le dice que no está obligado, pero que debería querer hacerlo. Este segundo caso, según el autor, genera una presión más fuerte porque no solo impone la acción, sino también cómo debe sentirse al respecto. Extiende esta idea al totalitarismo moderno, donde las normas no se presentan como imposiciones, sino como elecciones que «supuestamente» reflejan nuestros verdaderos deseos. Para Žižek, la corrección política no elimina el racismo, sino que lo esconde bajo un respeto frío y distante haciendo que los vínculos entre personas no sean posibles. Aquí podemos remitirnos a Anora en la falta de empatía, vínculos y relaciones donde el otro es una mercancía.
El arte tiene que ser un espacio de exploración, incluso de incomodidad. No se trata de ser ofensivo o provocador por el simple hecho de serlo, sino de entender que las historias no existen en un vacío moral, y que forzarlas a encajar en discursos prediseñados es una forma más sutil —pero no menos efectiva— de censura. El cine todavía puede observar sin condescendencia, retratar sin suavizar y, sobre todo, contar sin pedir permiso y esto sucede en nuestro cine, el cine latinoamericano.
Contar Latinoamérica desde adentro
Y por qué no decir que para hablar de América Latina, estamos las y los latinoamericanos con películas de primer nivel cuyos grandes problemas radican en fuerzas externas que copan el mercado, ahogan financieramente las producciones locales e instan la idea de que el éxito sólo existe en sus términos. Plataformas de streaming, majors de Hollywood y fondos internacionales que imponen sus propias reglas, donde la historia de nuestros países es, a lo sumo, una estética de exportación. Se produce lo que vende afuera, no lo que resuena adentro. La industria audiovisual regional queda atrapada en una paradoja: para existir, necesita financiamiento, pero el financiamiento viene con condiciones que deforman su identidad. Estas fuerzas externas no necesitan prohibir ni censurar nuestro cine, tienen este método más sutil.
Las fuerzas internas son aún más perversas porque operan disfrazadas de desidia y burocracia. Por ejemplo, en Argentina, la Ley de Cine existe, pero su cumplimiento depende de voluntades políticas. Si el Estado hace que el INCAA no funcione, no es un error; es una decisión. Se dilatan pagos, se traban expedientes, se inventan crisis que justifican el ajuste. La producción audiovisual se vuelve un campo de batalla donde el cine independiente sobrevive a fuerza de militancia y terquedad, mientras el cine comercial busca adaptarse o morir. Y entre todo eso, el público —sin saberlo— pierde diversidad, voces y relatos que nunca llegan a ver la luz. Porque la exclusión y la precariedad no son temas de observación externa, son parte de nuestra historia, de nuestra vida cotidiana, de nuestro cine.
Lo que hace Sean Baker desde la mirada estadounidense, en Latinoamérica lo hemos hecho desde hace décadas, porque la exclusión no es un tema; es un paisaje. Pero la diferencia está en el punto de vista: mientras Hollywood observa desde afuera y convierte la precariedad en un espectáculo, nuestro cine la vive, la respira y la devuelve sin filtros. Y ahí está la clave: si queremos un cine que disfraza la exclusión con gestos de redención prefabricada o un cine que se atreva a mostrar el mundo como es, con sus contradicciones, sus fracturas y sus verdades incómodas. Latinoamérica tiene sus propias películas con nombre de mujer como La pasión según Berenice de Jaime Humberto Hermosillo o Camila de María Luisa Bemberg. Nuestro cine no necesita fingir. Porque, en definitiva, el cine no tiene que ser políticamente correcto. Tiene que ser honesto.
Hollywood, en su interminable juego de espejos, insiste en maquillarse como reflejo del mundo, pero rara vez se atreve a mirarlo de frente. Mientras tanto, el cine latinoamericano ya lo hace desde hace décadas, sin la necesidad de legitimarse en una gala, sin la urgencia de la corrección, sin el peso de un discurso impuesto. Lo que para ellos es descubrimiento, para nosotros es memoria. Lo que para ellos es exploración, para nosotros es experiencia. Entonces, quizás deberíamos preguntarnos qué tipo de historias queremos seguir contando.
Camila González Revoredo para Estudio Silver